Marisa y Antonio eran una pareja muy unida. Un matrimonio largo y sobre todo feliz, aunque con el pesar de no haber tenido hijos. La jubilación y la vejez habían aumentado las horas que pasaban juntos. El cariño era el de siempre y se hacían mucha compañía. De vez en cuando se decían que tenían suerte porque no estaban solos y que la soledad es tan mala cuando eres débil y ya no eres joven.
Antonio era un hombre bueno y cariñoso, tierno con su pareja, incluso cuando ella, a medida que crecía, empezaba a sentir los síntomas de la enfermedad. Él la ayudó fielmente en sus enfermedades. En su casa, siempre que fuera posible. Sin embargo, con el tiempo Marisa mostró signos de confusión cada vez más alarmantes: prisionera de sus pesadillas y miedos, casi no se daba cuenta de los demás. ¿Con quién podría contar su marido? Él también había envejecido y carecía del apoyo necesario. Al final, por desesperación, tuvo que aceptar la perspectiva de la hospitalización.
Marisa había sido hospitalizada lejos de su casa, fuera de la ciudad, a treinta kilómetros de distancia. Antonio, sin embargo, siguió visitándola todos los días. No podía prescindir de ella, se sentía solo y, sobre todo, ella era el único cariño que le quedaba. Así que todos los días tomaba el autobús que recorría la carretera estatal, entre colinas cubiertas de olivos. Soportó las curvas y los baches, indiferente a tanta belleza, encerrado en sus pensamientos.
Un día, justo delante de la puerta del instituto, su corazón no pudo más. Murió de un infarto allí mismo, a pocos metros de su esposa, quien nunca supo ni entendió lo que le había pasado. Ahora tenía ochenta y cinco años.
Marisa siguió invocando su nombre. A veces se sentía traicionada; más a menudo imaginaba que había sucedido algo malo y se desesperaba. Nadie quería perder el tiempo explicándole lo que había pasado. Sus sollozos se mezclaron con los gritos de muchos otros pacientes. Al poco tiempo ella también murió. Solo.